lunes, 4 de octubre de 2010

Las palabras.

Sonaban las cuerdas. Rugía la voz. La luz pintaba de un rojo tenue el acogedor recinto. La gente en sus mesas de pino, sentadas observando, perdiéndose por su voluntad en la melodía de aquel tango maldito, valiente y opaco. Un acto pleno de conciencia empastado por ese mundo de arrabal.

Corría la bebida, la pesadumbre del humo formaba fantasmas en el espacio. Hablar hubiese dado vida al pecado. Silencio. El público presa del sonido. Nadie se hubiese atrevido en convertirse en Dios para crear algo nuevo, solo le estaba permitido a la guitarra hacerlo.

La majestuosidad tan dulce, tan lenta y el sabor a herida que provocaba e intensificaba el instrumento. Aquello era una aventura: de instantes a instantes, de muerte en muerte. Las notas sucedían a las demás, las precederás necesariamente dejaban de ser y tomaban sentido gracias a las nuevas notas. Los instantes sonoros, métrico, iban de saltito en saltito. Sabíamos que un último salto arrojaría el fin.

Bebíamos el sonido, masticábamos aquella aventura. Nos afirmábamos en el disfrute, en la voluptuosidad de la exaltación. Secuestrábamos de la música los menesteres para nuestro consuelo, así de esa forma aplacar el propio quebranto. Una nada nos separaba, una canción nos tejía.

Tan iguales, tan dolientes y doloridos. Demasiada existencia. Demasiado ser el que configurábamos día tras día entre los dos.

Afuera el viento bramaba, las hojas no dudaban en danzar. De improviso una de ellas, afligida por el vil ventorral, cayó a la calle. Nada más que eso y se acabó. Había cesado de esperar, ya no tenia un sentido porque florecer. Se acabó: simplemente existía la brisa furiosa, la muerte, el peligro en la calle, la soledad y el olvido. Por una ventana que no era, a decir verdad, una ventana, era más bien sino un cuadro ciego, grotesco, por el cual veíamos ese mundo de desesperación que nos hacia presa de la preocupación, incluso de querer patéticamente en cambiarlo.

Aquella realidad-humana, la misma historia perenne y el esfuerzo del futuro en devorarnos todos los días. Aunque le hacíamos frente sin doblegarnos. Los puños finos y de traje no nos importaban.

Habíamos degustado la violencia sin medida, el lenguaje siendo violencia o la violencia reemplazando el lenguaje. Habíamos recibido una cultura en un plato servido ardiente, implacable e intempestivo. Y sin embargo de momento nos manteníamos de pie sin importar que haya procurado cuidarte sin conseguirlo esa vez pasada.

A pesar de tanta dureza estábamos-ahí, absorbidos por la música, por el tango con la cabeza en alto sin indecisión y duda alguna.

La maldita nada nos separaba aun, nos cercenaba, solo había que extender la pasión, extender la libertad. Por otro lado apreciábamos en demasía la conservación. Por definición: conservar la inercia que éramos para no perder más de lo preteridamente perdido y acumulado en cada uno de nuestros pasados particulares y subjetivos. El miedo al error significaba soltarnos. Conservar la inercia que éramos para no abandonarnos. Era aquello nuestro más preciado cuidado. Todo eso y más lo sabíamos en el mismo momento mientras la música nos quemaba y fundía.

En el bar no éramos un estado, nos comportábamos bajo órdenes de una conducta debido a que podíamos ser transparentes y así trascendernos. Unirnos. Fuimos y somos inteligibles.

De inmediato el tango se desplomó, dando lugar a la posibilidad de que emerja la mirada, esa cosa ajena que comunica irrespetuosamente y sin permiso a las almas. No hicimos otra cosa que no hubiésemos dejado de practicar y hoy seguimos haciendo: sonreír.

Una vez comparecidos, hechos presencia, uno frente al otro por nuestras miradas seriamos de ahora (en aquel momento) en adelante tangibles. Destruyendo el vacío sin dilapidar esa nada, o para bien o para mal nos enlazaba la mirada.

Todavía recuerdo cuando comenzaste a deslizar por tus labios el viento que traía las palabras, articulando a la vez con el brillo de tus gestos y la potencia de tus ojos suaves. Las palabras se posaban en tu boca y caían tan dulce y lentamente en mi oído. Ellas llevaban con si el aroma de la libertad, la que tanto descrees y tanto esperas.

Las palabras se iban desvaneciendo, parecían como las notas musicales, me contentaba y me conformaba con escuchar, mientras servia otro vaso de cerveza para ambos.

El murmullo y las algarabías que atestaban el bar en su totalidad hasta el último rincón. El ruido de los vasos y copas al chocar, el crujir de las sillas. El frío que anunciaba su crueldad en nuestra carne cuando la puerta se abría, el viejo borracho de apellido Cortes el cual deambulaba por las mesas, las risas, el tumulto, en fin, toda la escena de esa noche con todo lo que atiborraba, dentro de ella, se deslizó en un tris como transfondo de mundo para que (desde mi punto de vista y perspectiva en la interacción-subjetiva de los dos) brotara como un amanecer de verano tu presencia y la incomodidad que hacia propicio el estremecer de mis músculos. Aparecías sobre un fondo de mundo, en aquel bar, en esa ciudad bajo el firmamento oculto por las nubes que teñían de violeta esa noche abrumadora. Tu presencia pura, familiar, diáfana e inolvidable era la responsable de emocionarme de sensibilizar a tu espectador. Responsable de aniquilar al mundo entero.

Existíamos-ahí, arrojados en la tierra, estábamos mas allá el bien y del mal. Afirmándonos como dos seres que no se habían olvidado para volverse a juntar, de la misma forma que se habían conocido: de casualidad. Por la contingencia en plena y absoluta libertad.

Mientras tanto, yo extendía la mirada hasta el lugar donde vos te encontrabas, abarcando todo tú ser, re-atrapando tú estar-ahí, aquel relumbre. Privilegiando tú existir por encima del resto. Sin cansancio. Haciendo desaparecer a Buenos Aires en tu totalidad. Apropiándome de tu imagen. Exterminando ese mundo insoportable para que seas única: solamente para escucharte. Para masticar el placer de tu existencia. Así, de esa forma me perdía en el cándido perfume de la serenidad del tiempo. Se paralizaba, lo lentecías dentro del sistema en vorágine de tus palabras.

Mi propósito era desmayarme en ellas, dejar que se vuelquen en mí. Para lograrlo con éxito apreté con los dientes mi libertad. Solo quise que se derrame en mí tu melodía. En esencia me hacías bien.

1 comentario:

  1. que transcribiste la noche, pero la noche real, con la música, es una belleza, y no puedo ser más honesta

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