viernes, 4 de noviembre de 2011

Theogonía

Theogonía

Existencia, pura existencia. En el momento inaugural de esta madrugada algo que se atreve a asomarse hace bramar la tranquilidad de los cielos para que surja el crepúsculo de la piel, de la plenitud. El tiempo se detiene y deja lugar a la máxima obra de Arte: un cuerpo. Esta ahí, recostado, tenso, frágil, mansamente exquisito. El escritor al fin puede saborear lo que pocos se atrevieron a experimentar. Él, como los griegos contempla al mundo que se le aparece, mastica suavemente el placer de la existencia de su Musa. Nada importa, los colores de esta realidad estructurada pierden poder, ha nacido el momento de que la vida sea deseada, por todo su esplendor comienza, ella, a ser digna de enaltecimiento.

La musa dionisíaca ha caído al mundo, y en cada movimiento su cuerpo se modifica, levanta una copa y bebe el néctar que baña su boca. De repente se detiene, respira, y al hablar las palabras se posan en sus labios, el aire se desliza sutilmente para desencadenarse en los oídos del escritor. Sonríe y el silencio se quiebra. Yace recostada, las sabanas le rozan las piernas, pero los objetos no sienten, es su cuerpo el que se estremece.

El escritor y su Musa dionisíaca están empastados, se destruyen todos los símbolos y todos los significados, el mundo a desaparecido, tan solo vive una voluntad. La voluntad de perderse, de embriagarse, de librarse de toda moral y de toda esencia. Por primera vez ella le enseña a él lo que es ser inmoral en la experiencia de estar más allá del bien y del mal. Entonces, las ideas comienzan a desangrarse para que surja un campo fértil de nuevas formas, para que del cuerpo broten nuevos frutos, para que se desenvuelva una realidad incierta. En consecuencia, todo es acto por una virtuosa creación producida a martillazos por la imaginación. Ellos dos se engendran, se hacen a si mismos y finalmente se convierten en Dioses.

Sucede que todas las posibilidades trastocan sus destinos, ahora solo existe el peligro de vivir sin justificación. La peligrosa relación de la lucha de fuerzas. Se exige el placer. Florecen las pasiones porque aparece el plexo de las miradas. Se acabó, ya nada debe ser ocultado, cada detalle de la existencia se deja ver. Una aventura de las miradas a la espera de una metamorfosis feroz. La única condición es desplegar del cuerpo a los instintos, permitir la explosión de la pulsión sexual. Se permite el olvido, hay que olvidar. El fin último: cruzar el abismo para alcanzar al animal que se oculta, el mismo que desea y que tiene hambre, que se eyecta a cada oportunidad que ofrece el deleite de existir.

El cuerpo de La Diosa Dionisíaca ha perdido el miedo a la belleza, ella se levanta por encima de toda la humanidad para seducir, y en su seducción corre por encima del universo y se burla de todos los Dioses pudorosos. A diferencia de los últimos, ella existe. Existe tan lenta, tan dulce. No hay sufrimiento, ni felicidad. Mira al escritor para empequeñecerlo y lo obliga a la tentación. Su espalda, sus piernas, el pelo sobre su cuerpo, toda su complexión es hermosa. La inspiración del cuerpo de una Diosa es el descubrimiento del escritor, la libertad del cuerpo de su Diosa lo obliga sin más remedio a entregarse al desenfreno, a la locura. Él se convierte en el instrumento de las posibilidades de su Musa, quiere entregarse a la miel que su cuerpo ofrece. Sospecha que sus pensamientos lo arrastran al ocaso. Desea mirarla, quiere morir cuando esto se acabe.

La Diosa Dionisiaca se acaricia, disfruta existir, no quiere develar sus pensamientos, anhela ser su objeto, y sin embargo no se detiene en su creación. Es lo uno, es la belleza suprema, es la historia completa del cuerpo. Es hermosa, es la calma del dolor del mundo. Es la certeza de que las palabras no solo están de más, sino que mienten. Es un grito para que todos los individuos alguna vez se callen.

Ella, tan solo ella es la calma del dolor del mundo.

A vos, únicamente a vos, mi musa Dionisíaca.

Nicolás Zapata