miércoles, 27 de octubre de 2010

La pasión.

Me estrecho en los rincones de los pensamientos pegajosos, y descubro al instante que no hay nada de dual entre interior y exterior. Todo modifica el mundo, toda elección implica la humanidad entera. Será cosa divina, pero adivino que siempre buscamos lo que no somos, es evidente, y tan dulce. Saboreamos un rato el presente y sin embargo lo que masticamos constantemente es el futuro.

Lo importante, debo admitir, es siempre elegir. Es una impronta, una bestia salvaje que domina a toda pasividad inerte en tanto intentamos ser una cosa única. La elección es lo que modifica, es una condena. El problema surge de cómo la hacemos ser, o como decidimos experimentarla, si es dolor punzante, o un placer enorme. En la elección se es, de eso se trata el presente. Yo elegí, fue mi acción, hoy la padezco. Pero ¿qué me importa? Me he modificado, soy un hombre nuevo, es cierto, no obtuve lo que anhelaba. Pero por otro lado, ¿Quién dijo que anhelo el cielo, la tranquilidad, incluso que deseo desde las entrañas el reino de la seguridad, y una vida sin sustos?

El problema radica en el tiempo, en que la vida toda es corta sin cuestionarlo sin poner bajo la lupa la duda o manifestar una pregunta, en efecto, jamás nos preguntamos que es la vida. Esto es porque ya todo esta construido, de nada serviría para nuestra tranquilidad, nuestra conciencia en armonía analizar a la vida, es cierto, conlleva el peligro rotundo y estremecedor de aniquilar todo lo que sabemos, es por lo menos dar cuenta de que al mundo en el que caímos esta significado no por alguna naturaleza sino por los hombres mismos, es darnos cuenta de nuestra responsabilidad, o lo mas perturbante: de nuestra culpabilidad. Es entonces, confirmar que no es el tiempo el problema, de momento, cuestionar la vida no es alivio, es la duda es romper ese muro de miserias al cual estamos acostumbrados a arrastrar hasta nosotros para alcanzar una meta, la meta de prolongarnos en la existencia, y no vivir, con tranquilidad, obedeciendo a ese yugo del cual conocemos quien es el dueño.

Y no es el mundo el que nos lleva a ese arrastre, a ese parasitismo repetitivo, acabado, finito y eterno en la reproducción de lo cultural y social a medida de que avanzamos hacia ese letargo costumbrista y funcional de lo que quieren que seamos. No, no son los otros los del poder, ellos escalan al poder porque poseen la capacidad de general la posibilidad del miedo, de caer en la consecuencia del terror y la angustia, y sin embargo somos nosotros los que optamos colocar la barrera frente al miedo, nosotros somos los que permitimos ser como tal al otro que ahora es el poder, nosotros los tibios.

Nuestra falta de pasión, ese hermoso sentimiento que nos posibilita no acobardarnos ni tener hesitaciones a las consecuencias, la que nos hace quemarnos en nuestra propia llama con la convicción absoluta de que nos entregamos a nosotros mismos a nuestra subjetividad y a la humanidad toda, la que nos motiva elegir en tanto no asustarnos frente a esa angustia, es la pasión la mas acérrima enemiga de la tranquilidad, las que nos hace caminar por este peligroso privilegio de vivir. Y lo que significa vivir, es decir, ir significando al mundo nuevamente, la pasión es la expresión mas diáfana de nuestra libertad, como así es el lenguaje de nuestros pensamientos, la pasión atestigua la libertad de nuestro ser, de la libertad como el fundamento del ser. La carencia de ella es la que nos hace ser lo que los demás intentan hacer y finalmente hacen de nosotros.

El día en que nos preguntemos por la vida, y no nos conformemos mas con existir, (porque la existencia no es suficiente es preciso vivir), será el día en que atraigamos la frontera de lo imposible para pisar suelo nuevo. Y a medida de que neguemos la vida pre-existente experimentaremos esa ruptura o dualismo interior-exterior y veremos tajantemente que todo proceso interno se expresa en lo externo, en el mundo, y adivinaremos rápidamente que todo lo humano no nos es ajeno sino que nos atraviesa hasta la carne, porque cada suceso nos estremecerá hasta llevar al hervor a la sangre misma. Y notaremos que al elegir, se elige al mundo, como decía el maestro Jean-Paúl Sartre.

Cuando llegue el momento de anular esa vida ya significada será cuando nacerá nuestro compromiso y se perpetuara hasta las últimas consecuencias. Para todo ello será como menester indispensable e imprescindible la pasión.

lunes, 4 de octubre de 2010

Las palabras.

Sonaban las cuerdas. Rugía la voz. La luz pintaba de un rojo tenue el acogedor recinto. La gente en sus mesas de pino, sentadas observando, perdiéndose por su voluntad en la melodía de aquel tango maldito, valiente y opaco. Un acto pleno de conciencia empastado por ese mundo de arrabal.

Corría la bebida, la pesadumbre del humo formaba fantasmas en el espacio. Hablar hubiese dado vida al pecado. Silencio. El público presa del sonido. Nadie se hubiese atrevido en convertirse en Dios para crear algo nuevo, solo le estaba permitido a la guitarra hacerlo.

La majestuosidad tan dulce, tan lenta y el sabor a herida que provocaba e intensificaba el instrumento. Aquello era una aventura: de instantes a instantes, de muerte en muerte. Las notas sucedían a las demás, las precederás necesariamente dejaban de ser y tomaban sentido gracias a las nuevas notas. Los instantes sonoros, métrico, iban de saltito en saltito. Sabíamos que un último salto arrojaría el fin.

Bebíamos el sonido, masticábamos aquella aventura. Nos afirmábamos en el disfrute, en la voluptuosidad de la exaltación. Secuestrábamos de la música los menesteres para nuestro consuelo, así de esa forma aplacar el propio quebranto. Una nada nos separaba, una canción nos tejía.

Tan iguales, tan dolientes y doloridos. Demasiada existencia. Demasiado ser el que configurábamos día tras día entre los dos.

Afuera el viento bramaba, las hojas no dudaban en danzar. De improviso una de ellas, afligida por el vil ventorral, cayó a la calle. Nada más que eso y se acabó. Había cesado de esperar, ya no tenia un sentido porque florecer. Se acabó: simplemente existía la brisa furiosa, la muerte, el peligro en la calle, la soledad y el olvido. Por una ventana que no era, a decir verdad, una ventana, era más bien sino un cuadro ciego, grotesco, por el cual veíamos ese mundo de desesperación que nos hacia presa de la preocupación, incluso de querer patéticamente en cambiarlo.

Aquella realidad-humana, la misma historia perenne y el esfuerzo del futuro en devorarnos todos los días. Aunque le hacíamos frente sin doblegarnos. Los puños finos y de traje no nos importaban.

Habíamos degustado la violencia sin medida, el lenguaje siendo violencia o la violencia reemplazando el lenguaje. Habíamos recibido una cultura en un plato servido ardiente, implacable e intempestivo. Y sin embargo de momento nos manteníamos de pie sin importar que haya procurado cuidarte sin conseguirlo esa vez pasada.

A pesar de tanta dureza estábamos-ahí, absorbidos por la música, por el tango con la cabeza en alto sin indecisión y duda alguna.

La maldita nada nos separaba aun, nos cercenaba, solo había que extender la pasión, extender la libertad. Por otro lado apreciábamos en demasía la conservación. Por definición: conservar la inercia que éramos para no perder más de lo preteridamente perdido y acumulado en cada uno de nuestros pasados particulares y subjetivos. El miedo al error significaba soltarnos. Conservar la inercia que éramos para no abandonarnos. Era aquello nuestro más preciado cuidado. Todo eso y más lo sabíamos en el mismo momento mientras la música nos quemaba y fundía.

En el bar no éramos un estado, nos comportábamos bajo órdenes de una conducta debido a que podíamos ser transparentes y así trascendernos. Unirnos. Fuimos y somos inteligibles.

De inmediato el tango se desplomó, dando lugar a la posibilidad de que emerja la mirada, esa cosa ajena que comunica irrespetuosamente y sin permiso a las almas. No hicimos otra cosa que no hubiésemos dejado de practicar y hoy seguimos haciendo: sonreír.

Una vez comparecidos, hechos presencia, uno frente al otro por nuestras miradas seriamos de ahora (en aquel momento) en adelante tangibles. Destruyendo el vacío sin dilapidar esa nada, o para bien o para mal nos enlazaba la mirada.

Todavía recuerdo cuando comenzaste a deslizar por tus labios el viento que traía las palabras, articulando a la vez con el brillo de tus gestos y la potencia de tus ojos suaves. Las palabras se posaban en tu boca y caían tan dulce y lentamente en mi oído. Ellas llevaban con si el aroma de la libertad, la que tanto descrees y tanto esperas.

Las palabras se iban desvaneciendo, parecían como las notas musicales, me contentaba y me conformaba con escuchar, mientras servia otro vaso de cerveza para ambos.

El murmullo y las algarabías que atestaban el bar en su totalidad hasta el último rincón. El ruido de los vasos y copas al chocar, el crujir de las sillas. El frío que anunciaba su crueldad en nuestra carne cuando la puerta se abría, el viejo borracho de apellido Cortes el cual deambulaba por las mesas, las risas, el tumulto, en fin, toda la escena de esa noche con todo lo que atiborraba, dentro de ella, se deslizó en un tris como transfondo de mundo para que (desde mi punto de vista y perspectiva en la interacción-subjetiva de los dos) brotara como un amanecer de verano tu presencia y la incomodidad que hacia propicio el estremecer de mis músculos. Aparecías sobre un fondo de mundo, en aquel bar, en esa ciudad bajo el firmamento oculto por las nubes que teñían de violeta esa noche abrumadora. Tu presencia pura, familiar, diáfana e inolvidable era la responsable de emocionarme de sensibilizar a tu espectador. Responsable de aniquilar al mundo entero.

Existíamos-ahí, arrojados en la tierra, estábamos mas allá el bien y del mal. Afirmándonos como dos seres que no se habían olvidado para volverse a juntar, de la misma forma que se habían conocido: de casualidad. Por la contingencia en plena y absoluta libertad.

Mientras tanto, yo extendía la mirada hasta el lugar donde vos te encontrabas, abarcando todo tú ser, re-atrapando tú estar-ahí, aquel relumbre. Privilegiando tú existir por encima del resto. Sin cansancio. Haciendo desaparecer a Buenos Aires en tu totalidad. Apropiándome de tu imagen. Exterminando ese mundo insoportable para que seas única: solamente para escucharte. Para masticar el placer de tu existencia. Así, de esa forma me perdía en el cándido perfume de la serenidad del tiempo. Se paralizaba, lo lentecías dentro del sistema en vorágine de tus palabras.

Mi propósito era desmayarme en ellas, dejar que se vuelquen en mí. Para lograrlo con éxito apreté con los dientes mi libertad. Solo quise que se derrame en mí tu melodía. En esencia me hacías bien.