lunes, 17 de mayo de 2010

Su sonrisa.

El imperfecto silencio matutino. La distancia de los objetos y mis dedos. Ya no distingo entre este anaquel y esta rodilla, cabalmente observo. Concluyo: Solo hay distancia, dos metros, un metro y medio. ¿Cuál es la esencia? Lo aberrante. La botella de agua que no espera, pero ahí esta, ¿y yo?, también estoy acá, soy yo el que la necesita. Por supuesto, su existencia.
Resumo mi vida en tan solo un segundo, los recuerdos se apoltronan, intento acumularlos, hacerlos vivaces, y lo que queda exclusivo o aislado de todos aquellos años de culpa, es su rostro. La vida a veces suele culminar cuando la cobardía se apodera de nuestro ser y prolongamos nuestra estancia. ¿Nuestro ser?, ¿pero de que estoy hablando? Una palabra, es nada más que una palabra. Los recuerdos te obligan a olvidarte y en uno nace la devoción por el pasado. Mi pasado se acumula en aquel rostro hermoso, a esas facciones, su boca roja, sus ojos marrones, y su pelo negro. Sin arriesgar me doy cuenta que en esa sonrisa se concentraba todo su poderío. El encanto reposaba en la coordinación de los músculos de la cara para formar esa sonrisa. Labios y músculos, ¡que majestuosa imagen! ¡Como no olvidar esa sonrisa!
Lucy, ese era su nombre. La conocí en el salón que se encuentra antes de pasar a las salas de cine de no recuerdo que Shopping, yo estaba a punto de ver Desmemoria, ella leía Doce cuentos peregrinos de García Márquez. Vestía un sobre todo rojo, una gorra de crochet, del abrigo se extendían unos pantalones que hoy no distingo entre la memoria y unas zapatillas rojas. Para ese entonces era invierno y no combinaba su ropa, solo quería refugiarse del frío. Su sola imagen me entusiasmo, no supe si hablarle. Simplemente era decir hola. Así fue. En este momento pude disfrutar de mi tristeza, todo se había borrado, y no vale la pena entrar en detalles de porque mi alma sangraba, de porque de mi conducta, porque si hay algo que es cierto, es que la tristeza no es un estado, no señores, es una conducta. A fin de cuentas, me cambio su sonrisa, el viento que salía de su boca y rozaba sus labios dejaba entonar la música que surgía de sus cuerdas vocales: su nombre, tan dulce, tan simple. Mi estupor no se hizo disimular, y así fue como su mirada mi condiciono. Comencé a ser aquel ser mirado, y debo admitir no me desagrado, mi ser estaba en plenitud. No fui rechazo, todo lo contrario, hasta incluso ella dejo cerrar las hojas del libro sin tener el menor cuidado de marcar donde había finalizado su lectura. No había tiempo para el lamento, todo se quedo muerto, agradecí morir en ese momento.
Tan alta como yo, nuestra piel se contacto, nos saludamos, eso fue todo. Me presente, entregue mi nombre, no lo quería puesto que ya no era nada, era todo de ella, mi cuerpo había sido trascendido, colocado al desnudo, su mirada me esculpió. Era como ella me quiso ver mientras yo no repare ningún límite. No precisaba ser libre, existía y eso era suficiente, por primera vez no rechazaba mi existir. Es fácil de comprender lo que digo, no era responsable de mí, lo era es verdad, pero no lo sentía mis fuerzas estaban enfocadas en mi pasión, en mi seducción. Era feo, pero había sido aceptado. Nuestras almas descasaban en cada uno de los dos, de nosotros. Mi cuerpo fue el cofre donde el alma de ella descansaba, lo mismo para mí en sentido inverso.
Hablamos largo rato ¿de que? de nada, importaba estar-ahí. No exigíamos nada mas, nos habíamos robado la libertad, por decisión propia, como todo religioso. Sentados, mi rodilla derecha se apoyaba en su rodilla izquierda, nos sentíamos. ¿Qué importaba? No importaba nada. ¿Que significaba ese contacto? Es simple la respuesta: nada. Si chocábamos las libertades en el intento de dárnosla y como dije así fue, nos habíamos atravesado. Los dos encontramos un ser al descubrirnos, y éramos nosotros, como si esperaba ese futuro ¡como si el destino fuera una verdad! Estábamos cansados, la fatiga era contundente, habíamos encontrado la fuerza, la ayuda, el pesar tácito, nos conocíamos, yo a ella, y ella a mi. Para cada uno éramos desconocidos, yo supe de mí por Lucy y ella supo de ella por mi mirada. En efecto: la parte que nos faltaba aprender de cada uno. Sentir justificada nuestra existencia. Fuera de ello, nada más.
Reíamos, nos interrumpíamos, nos arañábamos, gozábamos de la inercia la saboreábamos, deleitábamos aquel letargo. Y de veras que era así, por muchos años más.

Hoy después de 60 años, simplemente amo en soledad, no por su ausencia. Cuando uno muere deja de estar ausente. La vida acaba. Ahora no tengo edad suficiente, mis pasiones están intactas. Pero nada más. Ahora contemplo la distancia entre mi rodilla y el recuerdo. Meramente distancia. Se acabó.

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