jueves, 20 de mayo de 2010

El señor López

Lo atendió servilmente el plato de sopa, y al apoyarlo rozó débilmente el puño del saco, gastado por el tiempo y el trabajo, del Señor López. El notó a la moza, mujer rubia que intentaba cubrir su rostro con su pelo teñido, y al decir verdad yo que miraba en ese momento puedo atestiguar que fracasaba: su cicatriz, producto de una quemadura en su infancia, le había dejado el cachete izquierdo desfigurado, el cual asomaba detrás de su cabello.
Volví mi miraba al Señor López, sus ojos no develaban ningún interés por cualquier objeto, su postura encorvada, viejo, solitario. En su conciencia descansaba la tranquilidad y la amargura de que nadie lo esperaba. Simplemente almorzaba, el líquido se dejaba caer, como si se arrojara de la cuchara, otro tanto mojaba la barbilla de hace unos días, el resto alimentaba. El hombre estaba abandonado, concluí.
Había estado casado, nunca tuvo hijos y estoy casi seguro que en el curso de su vida existió momento más feliz, en el presente in-atrapable. Hoy solo cuenta los billetes para pagar sus cuentas. Ahí estaba, sin expresión, sin tiempo, con su mustio saco, nada más. ¿Qué pensaría? Reflexionaba mientras continuaba observándolo ¿Extrañaría a su mujer? ¿La estaría recordando a ella junto a él en sus años plenos? Claro que no, los hombres a esa edad ya no quieren recordar, anhelaba morir, no por su pena si no por algo extraordinario y trágico: para reencontrarse con su amada. Estos hombres solitarios en secreto aman y en silencio esperan. Atrás quedaba toda su facticidad con su espesor y densidad viscosa, su pasado era como una roca: no le importaba.
El Señor López, había dejado de mirar televisión, de leer sus libros o el diario, próxima su muerte no le encontraba razón al inicio, ni a la avidez, no existía la alentadora posibilidad de alcanzar el fin de tales proyectos. Por otro lado tampoco deseba distraerse. Existía en él una suerte de mezcla finalidad (deseo)-contemplación a lo sensible. Dicha convergencia se instalaba para fijarse solo en ese modo de conocimiento. La razón había muerto, o sea ésta se acabó. Claro, era una perdida de instantes. En eso dedicaba sus días, en no solucionar nada, mucho menos estructurar su realidad, él carecía de la adrenalina de los problemas. Ni él sabia cuales eran sus problemas, no conocía al ser humano, no sabia de los otros, ya se había olvidado del resto. El puñado de compañeros ya no estaban a su lado (hace años) tampoco le importaba, puesto que no lo pensaba. El tenía una sola idea.
Yo que estaba a dos mesas del Señor López intuía su soledad, su tristeza, me empapaba su dolor, porque sufría a decir verdad. Es el olvidado quien llora cuando se ve solo, pero es el más libre, eso si, en una libertad sesgada por la angustia, una libertad inerte. Sin sentido. Si le hubiera preguntado por qué no era libre, cómo se atrevía a no serlo, seguramente me hubiera tirado encima su sopa y se levantaría, apuntándome con su dedo indicie crepitoso, me diría:
-¡Señor usted que tanto me cuestiona y quiere averiguar sobre mi libertad porque primero no me pregunta cual es mi situación!

De su bolsillo derecho sacó un paquete de cigarrillos, un encendedor, y del otro una lapicera y un papel ¡Cuanta satisfacción me produjo ese acaecimiento! ¡Qué momento más sublime! Dejando fluir de su boca el humo de la primera pitada y apoyando su brazo entero en la mesa, tomando con la mano derecha la lapicera comenzó a escribir. Algo existía ahí, yo estaba presente, era su ser recuperado, en otras palabras, era la inercia vencida
La gente seguía entrando y saliendo del bar ´´La Estadía`` que se encontraba en el barrio Villa del Parque. La moza desfigurada nuevamente se acerco al Señor López y éste le pidió un café. Era evidente, contemplaba su pasión. El cogito era una falta de respeto en esa circunstancia. La filosofía se acabó en el Señor López mucho antes de pasar a ser un jubilado y dejar la docencia. El meramente escribía, y ni se cuestionaba si era menester la reflexión, o estar cabalmente compenetrado, su acción era primordial. Era pura praxis. Con el solo hecho de saber que seria una de las ultimas hojas vírgenes que éste iba a producir lo hubiera echo enloquecer. Suficiente ya era y tenía con estar conciente de que las únicas palabras que oraría en aquel miércoles serían dirigidas a la moza. Y no hizo mas que escribir, durante un rato, finalizada su hoja recogió del servilletero unas cuentas servilletas y prosiguió su actividad. Se había acercado a la mesa, el pantalón que usaba dejaba ver sus medias marrones. Era dulce la imagen, encontraba cierta belleza, cierta pureza. Su rostro había vuelto a la vida, parecía como si hubiera retornado a la cara. El Señor López había afirmado su existencia con toda su extensión.
Una vez terminado, dejo caer todo su cuerpo contra la silla, reposó contra el respaldo de su silla unos pocos segundos y suspiro, junto las hojas y las hizo un bollo, sonrío y llamo por última vez a la moza. Había pedido la cuenta. Por mi parte me levanté y seguí mi día, me despedí de la gente que conocía en bar y creo haber visto que el Señor López escucho mi voz. Jamás sabrá de esto. A veces las existencias no se cruzan. A veces estamos incomunicados.

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